Vende cirios y figuras religiosas y le encanta crear. Por inventar, hasta inventó una bicicleta con esquís.
A casi todo el mundo, o por lo menos a muchas personas, les gustaría tener varias vidas en una; poder llevar una existencia camaleónica para no aburrirse nunca del día a día. Pero solo algunos consiguen tal cosa. Entre los que están hechos de esa pasta, capaces de hacer tantas cosas a la vez que parece que se multiplicasen, está Joaquín Diéguez. En su caso curioso el suyo. Porque recibe él en la cerería que regenta en la calle San Román de Pontevedra, un sitio donde parece que el tiempo se detuvo en algún momento y no avanzó más. Es un negocio pequeño, con viejísimas estanterías llenas de santos y velas y olor inconfundible a cera, casi a iglesia en realidad. En ese áurea de teórica paz, uno se imagina que el tendero, que tiene puesto el abrigo tras el mostrador, será un hombre de vida tranquila y sosegada. Pero nada más lejos de la realidad. Joaquín se define como hiperactivo. Y, francamente, debe de serlo.
Antes de iniciar la entrevista, hay que esperar a que Joaquín atienda. Despacha primero a una joven que busca unos cirios que se mantengan encendidos los nueve días de una novena; le pone incienso y mirra a otra clienta; saluda efusivamente al repartidor que viene a traerle un buen número de paquetes; atiende a otra persona más que busca velas para una ceremonia… y al fin queda libre. Viaja entonces a su infancia, a Pontecesures, el lugar donde todavía sigue viviendo parcialmente -a ratos lo hace también en Pontevedra-. Cuando él era un niño que dedicaba su tiempo «a matar pájaros e incluso venderlos», su padre estaba al frente de Cerería Diéguez, una factoría fundada en Pontecesures por el bisabuelo de Joaquín, que empezó a hacer velas en el siglo XIX. Joaquín, por tanto, entre pájaro y pájaro, creció rodeado de moldes de cera. Y se enamoró del oficio. «Trabajé un poco como mensajero pero luego ya me centré en la cerería», explica. Primero lo hizo en su tierra natal, a pie de fábrica. Luego, como ahora, a medio camino entre Cesures y Pontevedra. Porque resulta que su abuelo cogió el traspaso de la antigua cerería que había en la calle San Román. Su padre continuó con ella y ahora la regenta él, al igual que todo el negocio familiar. No quiere deshacerse de las estanterías de madera, ni del olor a antiguo del local. «Esto tiene que tener su esencia», sostiene.
El caso es que Joaquín se pasa buena parte del día ahí metido, entre velas y santos. Pero no le transmiten demasiada quietud las estáticas figuras. ?l es un torbellino en toda regla. Es casi imposible resumir sus actividades. Pero promete intentarlo. Empezamos hablando de su querencia por los animales. Cuenta que tuvo varios caballos. Y que le encanta la aventura. Entonces, se acuerda de cuando a lomos de un equino se metió a navegar un buen trecho del Ulla. «Fue una pasada», dice. También le apasionan los reptiles. «Tengo un reptilario bastante grande, con más de veinte animales. Tengo por ejemplo camaleones o tortugas», cuenta mientras se apura a buscar en el móvil fotos que demuestren que no habla en broma.
Está buscando imágenes del reptilario pero, mientras lo hace, aparecen otras que van narrando sus mil y una actividades, sus diferentes vidas. «Mira esta, aquí está la bicicleta que yo inventé para ir a esquiar. La probé y funciona de maravilla», explica mientras muestra una foto de un aparato que, efectivamente, es un híbrido casero de bici y esquí. Paseando por su galería de imágenes también aparece Joaquín haciendo trial, otra de sus pasiones, alguna que otra vestido de buzo y listo para hacer pesca submarina o con la autocaravana con la que le gusta irse de excursión «al lugar más raro que uno se pueda imaginar».
Ritmo frenético
Reconoce que si se sometiese a examen, posiblemente, sería un claro caso de hiperactividad clínica. Y que es muy difícil seguirle el ritmo. «La verdad es que ando muy frenético. Ahora en Pontevedra tengo un amigo que viene conmigo a entrenar en bicicleta… y siempre me pregunta si no me agoto, porque yo siempre tengo las pilas puestas», explica con energía. En ese afán suyo por no estarse quieto nunca, también le gusta experimentar con la cera, con las velas y con todo lo que incluye su negocio. Fue así cómo logró hacer una vela que apenas genera humo; cómo logró sacar aromas nuevos y velas decorativas… «Me gusta crear, este oficio tiene muchísimo de artesanía. Yo estoy todo el tiempo dándole vueltas a la cera y a los materiales, no me gusta hacer las cosas siempre igual», insiste una y otra vez. Mientras habla, vuelve a rebuscar entre sus fotos en el móvil. Y saca entonces una especie de cenador que está haciendo con restos de poda de palmeras. «¿Ves? Esto es lo mío, buscar la manera de reutilizar materiales. Esto es lo que más me gusta», indica. Joaquín sonríe viendo sus palmeras desmenuzadas cogiendo forma de cenáculo. Entonces, piensa en sus dos hijas. Recuerda los experimentos con ellas en la fábrica de velas. Y reflexiona: «Se puede ser feliz en el sitio menos previsto, ¿verdad?». Cierto.
¿De dónde procede?. Joaquín viene de una estirpe de cereros. Es la cuarta generación de una familia de Cesures dedicada a este negocio.
¿Dónde trabaja?. A medio camino entre la cerería que regenta en Pontevedra y la fábrica de Pontecesures donde se fabrican las velas y demás material.
La Voz de Galicia