«Parte el alma oír al niño decir que vio a su padre matar a su mamá», dice el vecino que acogió a los hijos.
Los pequeños se quedarán, de momento, con una tía abuela.
Con el brutal crimen que José Luis Abet perpetró ayer en la aldea de Carracido todavía en la retina, la preocupación máxima que se extiende en Valga es proteger a los dos niños, de cuatro y siete años, a los que su padre ha dejado huérfanos al disparar sobre la madre de los pequeños, Sandra Boquete, su tía, Alba Boquete, y su abuela, María Elena Jamardo. quitándoles la vida. Todo el entorno inmediato de los pequeños ha desaparecido de golpe.
A expensas de lo que decida la jueza de la sala número 2 de Caldas de Reis, que está tomando declaración al asesino confeso y a los testigos de lo ocurrido y que acaba de dictar prisión sin fianza, el alcalde del municipio arousano, José María Bello Maneiro, ha conformado que, al menos de momento, los niños se quedarán con unos familiares. Hoy se ha conocido que una tía abuela se hará cargo de ellos.
Lo vieron todo. A sus siete y cuatro años, los dos hijos de Sandra Boquete presenciaron el asesinato de su madre, de su tía y de su abuela. Habían salido de casa para ir al colegio, y se tropezaron con la muerte encarnada en una figura, la de su padre, que debería ser sinónimo de amor y cuidados. Tras perpetrar su sangriento crimen, José Luis Abet huyó del lugar de los hechos. Los críos, aterrados, se quedaron quietos, sin saber qué hacer, hasta que un vecino, José, los sacó del recinto de la casa y los mandó alejarse de allí. «José tuvo una reacción excelente. No sabía si el tipo aún andaba por el lugar, así que los llamó para que saliesen y le hicieron caso». Quien lo cuenta es Carlos Sanjurjo, cuya casa está separada de la de Sandra por una franja de terreno inculto. Cuando él llegó al lugar del crimen, los pequeños ya no estaban allí. «A mí me había despertado mi nuera. Ella estaba preparando a los niños para ir al colegio cuando oyó los tiros y, al mirar por una ventana, vio al energúmeno ese con la pistola en la mano y vino a llamarme».
Tras enfrentarse a la cruel realidad en la casa vecina, Carlos no lo dudó: se subió al coche y fue a buscar a los niños, que habían sido enviados a una de las viviendas de la aldea. «Les fui hablando por el camino para entretenerlos y que no viesen los cadáveres», cuenta. Los depositó en su propio domicilio, con su nuera y con sus dos nietos. «Intentamos tenerlos lo más entretenidos posible… No podíamos hacer nada más por ellos, pobrecitos».
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Sus dos nietos son algo mayores que los vecinos. Pero «son muy cariñosos. Enseguida se dieron cuenta de que algo pasaba y los cuidaron mucho». Uno de los agentes de la Guardia Civil que se trasladaron después a la vivienda dijo a Carlos que «lo mejor que les pudo pasar fue estar con otros niños en esos primeros momentos». Los juegos infantiles fueron un bálsamo para dos menores que acababan de cruzar el infierno. «El pequeño estaba un poco… No se daba cuenta, hasta tomó un poco de leche cuando le ofrecimos desayuno. Pero el mayor sí. Al poco de llegar vomitó todo por él. Mi nuera le puso ropa de mi nieto». Fue el mayor, también, el que contó a la Guardia Civil que había visto «como su padre mató a su mamá de un disparo». «Parte el alma oír algo así», explica Carlos.
La familia y los psicólogos estaban listos para asumir el cuidado de los dos rapaces, que salieron de casa de Carlos pasada la una de la tarde. Pero ni él ni su familia pudieron recuperar la normalidad. Quién sabe cuánto tardarán en hacerlo. «Mis nietos no están bien. Su madre trabaja por la noche, y se fueron a dormir con su padre porque no querían estar solos; tenían miedo».
Carlos no parece sentir miedo. Sí rabia. Sí dolor. Él sabía que José Luis Abet no era buena gente. «En la aldea somos veinte vecinos, y él se llevaba mal con 18», explica. «Más de una vez tiene amenazado a la gente con armas. A mi hijo le sacó un hacha una vez, y no fue el único». El vecino era, también, un hombre violento y conflictivo, obsesionado con mantenerse alejado de los demás. «Su casa está rodeada de unos muros enormes, y hasta hace poco tenían plantadas unas tullas altísimas… Y las cámaras de seguridad las puso él también», recuerda. Pero en ningún momento percibió Carlos que en el interior de ese fortín hubiese malos tratos. «Si hubiésemos sospechado algo, habríamos llamado al teléfono que tenemos que llamar», dice tajante. Cuando Abet se divorció y se fue de la aldea, todos suspiraron con cierto alivio. «Desde entonces poco lo vi por aquí. Ojalá no hubiese vuelto nunca».
La Voz de Galicia
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